Traveller History

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sábado, 25 de mayo de 2019

El Himalaya y su gente buena

Hago y deshagoago la maleta, en 12 kilos debo llevar todo lo que necesito para estar en el Himalaya. 

12 kilos, ¡Qué poco sabía! se necesita mucho menos para llegar a estas montañas, en vez de ropa, lo que hace falta es: mucha fuerza de voluntad, toneladas de confianza, un equipo considerado y por sobre todas las cosas, mucha valentía. 

Qué cosas he visto en este viaje, muchas, te puedo decir, pero la más importante ha sido mi coraje. Saberme pequeña frente a estas montañas imponentes e invencibles y aún así, subirlas y vencer todos mis miedos.

El aeropuerto de Katmandú, es un escenario de contrastes. Un lugar sin reglas, debes confiar en tu intuición para saber cuáles son los pasos a seguir. 

Las maletas están en el suelo sin orden aparente, todos los viajeros andan revisando etiquetas y gritando: esa es mía. Si llega junto con tu vuelo, debes considerarte afortunado. 

En la salida nos espera Pawan, quién se encargará de llevarnos al hotel. Nos montamos en un carro que parece no tener frenos, las calles no tienen líneas y los peatones cruzan por dónde quieren. Más adelante vemos una vaca, haciéndose dueña de la avenida junto a su dueño. El polvo impide que podamos abrir las ventanas. 

Al día siguiente nos toca volver al aeropuerto de Katmandú, para tomar una avioneta hasta Lukla,ciudad de entrada al parque Sagarmatha y en dónde empezaremos a caminar, pero este está cerrado. 

Tomamos la siguiente ruta más recomendada, viajar en carro desde Katmandú hasta Ramechhap, 3 horas en donde todos nuestros músculos se quedan tensos. El conductor pasa por un camino lleno de huecos, en una carretera donde solo pasa una carro pequeño, e insiste en pelearse la vía con un camión a través de cornetazos y groserías en Nepalés. Del otro lado hay un precipicio, que da sensación de vacío cada vez que nuestro chofer quiere hacerse el valiente y pegarse a este lado de la ruta. 

Llegamos a Ramechhap sanos y lo contamos como una victoria. El aeropuerto es una casa en medio de un terreno baldío. Está repleto de gente, las condiciones climáticas en Lukla no dejan que las avionetas aterricen. Es la primera prueba que nos da la montaña de que aquí, manda ella. 

Salimos a la 1 pm, el vuelo va con 7 horas de retraso, pero con todo y eso, cantamos victoria. 

Llegamos a Lukla y nos vamos a nuestro refugio, ya empieza el frío. 20 minutos de vuelo hacen que el sudor pegajoso de Ramechhap desaparezca. Subimos a 2.800 metros y empezamos a sentir como el aire se vuelve más escaso. 

Primer refugio en Lukla
Una de las mochilas parece no llegar con nosotros, esos supuestos 12 kilos que tenían que mantenernos sanas durante la caminata. Sin mochila es difícil continuar, ya que aquí todo elemento es importante, desde el papel toilet, hasta el agua, siguiendo por el sleeping bag y la medicina para la altura. 

Nuestro Sherpa, Geljen, no puede de los nervios. Se pasea por el pueblo de inicio a fin y trata de tranquilizarnos con lo que puede. Al final, la policía se pone manos a la obra y la encuentra. El contratiempo nos retrasa un día de caminata, pero nuevamente nos sentimos ganadores. 

Al día siguiente nos toca recuperar el tiempo perdido, caminamos rumbo a Monjo. En 6 horas recorremos 14 km, con las piernas nuevas y descansadas nos sentimos invencibles, nada puede detenernos, ni siquiera la mirada cansada de Arturo, un caminante brasileño que nos advierte de la precariedad del camino, de la falta de oxígeno, de la paciencia que tenemos que tener y del frío que debemos estar dispuestas a soportar. 

En esta montaña en el medio de la nada, todo servicio es un lujo, una ducha caliente cuesta lo mismo que una botella de agua, cargar la batería del teléfono o utilizar internet es un lujo que muchas veces no te puedes permitir. 

Las habitaciones son témpanos de hielo, es difícil dormir con tanto frío, incluso con un sleeping bag de plumas y un edredón. Sacar la nariz para respirar este aire ingrato de montaña, resulta un desafío. A pesar de todo esto, yo solo pienso en Geljen, él debe dormir en el comedor con los otros sherpas, a la interperie, con frío, sin sleeping. 

Nosotras nos quejamos de la letrina, de que hace días que no nos duchamos, de que nos duelen los pies y él, no se queja, camina lento, y nos pregunta si todo está bien con una linda y amable sonrisa. 

Qué hombre más valiente. ¿Sabían que ser Sherpa o porteador, quien te lleva la maleta, es uno de los trabajos más peligrosos del mundo? La expectativa de vida es muy baja debido a la altura y al trabajo físico que implica y aún así, Geljen parece disfrutar lo que hace, lo que más le gusta es mostrarnos flores y los pájaros que sobreviven a esta altura. 



Geljen, yo y el porteador
Seguimos caminando, ya no contamos kilómetros, sino altura, bajo la lluvia fría, bajo el sol de montaña que nos deshidrata, contamos pueblos que pasamos, contamos puentes, vemos a lo lejos la fauna y flora que dejamos atrás. Cruzamos ríos con nuestras botas modernas y poderosas, botas caras fabricadas con productos Goretex. Llenas de barro las lavamos en un río, molestos porque nuestros preciados zapatos marca tal o cual ya no están limpios, solo para ver el calzado que lleva Geljen, unos zapatos de deporte blancos, sin una gota de sucio, perfectos, inmaculados, como si los hubiese comprado ayer. 


Día de aclimatación en Dingboche
Dingboche, un pueblo pequeño en medio de la nada. Nuestra primera prueba de realidad, frío cómo un témpano, a 4.600 metros de altura. Aquí nuestro cuerpo se encuentra en un pequeño shock, a esta altura todo funciona más lento, no puedo comer demasiado, mi estómago simplemente no lo procesa bien. Dormir se convierte en un lujo, por la noche encuentro que hay menos oxígeno. Esta ciudad sirve de preparación para lo que viene. Hacemos una caminata a 4.800 metros para aclimatarnos, es una estrategia genial porque al día siguiente tenemos menos frío. 

Después del día de descanso, salimos hacia Teanboche, creo que fue la caminata más dura del recorrido. Una subida sumamente empinada. Tomamos altura y ya la lluvia no es agua sino nieve. Nos sentamos en un prado a merendar, todos juntos, hasta Geljen se une a nuestro grupo de derrotados caminantes. Sacamos chocolates, frutos secos y galletas, un manjar en este territorio baldío, los caballos huelen el chocolate y no hacen más que darnos con su cabeza en nuestras manos, se nos montan en cima para que les demos comida, como si fuese cosa cotidiana, les damos un trozo de nuestro chocolate y los mandamos a irse, pero ¡qué va! Siguen exigiendo su porción de comida. Yo no me lo puedo creer. Parece que hay que ir a la montaña de un país budista para experimentar un contacto con animales de esta manera tan directa y sin verlos enjaulados. 

Seguimos subiendo, por el camino y en cada refugio hablamos con personas sumamente interesantes y valientes. No sé qué tiene esta montaña tan imponente que hace a la gente más humilde, quienes comparten sus cosas sin rechistar, sabiendo que si se terminan ya no tendrán más. Cebamos mate con Santi, un argentino que vive en Alemania, en su grupo son 20 personas y una de ellas subirá al Everest. Lo miramos a lo lejos mientras Santi nos lo señala, no nos atrevemos ni a acercárnosle. A partir de este momento entendemos la ingratitud de la montaña y lo fuerte que tiene que ser subir 8 mil metros. Le creemos súper héroe y bajamos la voz para que no sepa qué le admiramos en la distancia. 

Campo base del Everest
Louche es un pueblo a 4.900 metros, es nuestra última parada antes de llegar a las faldas del Everest. La noche anterior todos en el refugio tenemos miedo, es una mezcla entre emoción y ganas de que el objetivo sea logrado rápido. 

La nostalgia nos lleva a extrañar las cosas más pequeñas: ducharte, ir al baño sentado, caminar descalzo sin estas botas tan pesadas, el abrazo de tu gente, las frases de aliento cuando el cansancio puede más, se nos salen las lágrimas y nos abrazamos con completos extraños. 

Gorakshep, 5.100 metros de altura, el refugio más hostil y agresivo de este viaje. Dormimos con todo nuestro equipo puesto y dentro del sleeping bag. Salimos rápido a caminar porque no queremos pasar ni un minuto más en este lugar con graves problemas sanitarios.  
Campo base del Everest

Nos encaminamos hacia nuestro objetivo, el campo base del Everest, a 5.364 metros de altura, el desnivel nos da dolor de cabeza, nos sentimos mareados y sin fuerza, nadie habla. Geljen dice: falta 1 hora, 30 minutos y así. El frío empieza a tomar fuerza. No siento la punta de los dedos de la mano ni de los pies. No sabemos cómo pero lo logramos. ¡Ana, Claudi, Geljen y yo nos abrazamos! ¡Lo hemos logrado! 

Haber logrado la primera meta nos anima. Está programado subir el Kalapattar al día siguiente. Son 5.580 metros de altura. Ana no se siente bien, decide quedarse en el refugio y no subir. 

Yo no logro pegar un ojo en toda la noche. Me despierto a ratos con la esperanza de que el siguiente suspiro me ayude a obtener más aire para mis pulmones. Entre vuelva y vuelta, me pregunto: ¿cómo demonios he llegado aquí? ¿Quién pensó que yo podría lograr esto? ¿El Kalapattar, pero en qué estaba pensando, 5.580 metros? ¿A quién se le ocurre? Le digo a mi mente que se calle y trato de volver a dormir contando ovejas en mis sueños. 

El reloj de Claudi empieza a sonar. Me levanto rápido, cuento la ropa que supuestamente va a protegerme: dos calcetines, pantalón térmico, pantalón de esquí, camisa térmica, suéter con forro polar, chaqueta de plumas, cuello, sombrero y arriba del todo, chaqueta de esquí. Dos guantes y por supuesto, mis botas que no me desamparan. Empezamos el ascenso a las 4 am, el cielo está inmaculado, las estrellas, la luna y las montañas nevadas se ven menos agresivas en la oscuridad. Nadie habla. 

Kalapattar, o como a mí me gusta llamarla, la montaña que no tiene misericordia. Dos horas de pura subida. No siento la punta de los dedos de las manos ni de los pies. No logro ajustar mi respiración. Claudi me hace parar, me dice: te marco el paso, mira mis pies. Intento, pero no puedo, la cabeza se me revienta de la altura, no puedo apoyar bien el pie porque no siento los dedos. 

Entre todas las paradas, Geljen me da masajes en los dedos de las manos, así es como vuelvo a sentirlos y a retomar el ritmo. 

Entre la noche y el viento le grito a Geljen: cuánto falta, ya no aguanto. Una hora dice nuestro Sherpa, ni siquiera asoma la idea de parar ni rendirse. Me dice: vamos María, falta poco. 

Llegamos casi, casi a la cima. Pero cómo Kalapattar es tan ingrata, 500 metros antes de hacer cumbre, hay una especie de escaleras hechas de piedras. Veo a Geljen y le pregunto: ¿Esa es la cumbre o hasta aquí está bien? Me dice que no, que tengo que pasar las piedras, ahí me rindo y le digo que no, como niña malcriada no haré lo que me pide. Me quito los primeros guantes y vuelve a masajearme las manos por unos minutos, luego, para y me dice: vamos. 

Yo no sé si fue algo del más allá, no sé si Geljen me halaba con una cuerda invisible, pero llegué y no puede hacer otra cosa que ponerme a llorar a moco tendido. Abracé a Geljen como pude y le susurré al oído mil veces gracias. 


Al bajar nos encontramos con Ana, dice que los síntomas van a peor y dice que no quiere continuar, nos falta una cumbre, la de Gokyo a 5.200 metros de altura. Empezamos a averiguar cuál es la mejor manera de llevar a Ana a un médico, el más cercano queda a 3 horas a pie de donde estamos, en el pueblo de  Pheriche, damos marcha y como está tan malita, el recorrido nos toma más tiempo. Al llegar al pueblo la atiende un médico gringo y le dice que tiene neumonía. Dentro de todo nos alegramos porque hay un diagnóstico. 

El seguro no quiere pagarle un helicóptero para bajarla a Katmandú, así que a la pobre le toca caminar 3 días hasta Lukla y de ahí tomar la avioneta. La ventaja es que con los antibióticos, la tos ha mejorado, pero aún le quedan kilómetros. Geljen y yo la ayudamos en lo que podemos, cargándole la mochila y dándole agua, pero la verdad es poco lo que podemos hacer. 


Se nos terminó el viaje antes de tiempo. Nos quedaban dos días de caminata hasta Lukla y de ahí tomar la avioneta hasta Katmandú, pero el seguro accede a darle a Ana un helicóptero para bajar, me preparo para acompañarla, al fin y al cabo, esta meta es conjunta. 

Me siento muy mal, me parece una derrota. El año de entrenamiento no se merece salir del parque Sagarmatha de forma fácil. Me faltó Gokyo y caminar hasta Lukla. Pienso que no puede ser, que debe ser un error, pero el calor abrazador del aeropuerto me despierta del letargo. 

Entre la burocracia del seguro, la agencia y el hospital me siento desdichada, después de la paz de la montaña, volver a la realidad me resulta molesto. Quiero volver, no me importa sacrificar el oxígeno, el sueño, el apetito, con tal de hablar con los montañeros sobre las subidas, sobre el refugio en Gorakshep, sin agua corriente, jugar con Geljen a las cartas. Obligarnos a conversar con extraños porque no hay otra diversión. Disfrutar de la montaña y sus dificultades. 

Llegar a Katmandú resulta un reto tremendamente fuerte. El cielo nunca es azul, debido a la polución. Caminar por la calle es un deporte extremo, es más difícil sobrevivir en esta ciudad sin que te atropellen que subir a la montaña. Me siento en una mesa para hablar con la gente pero todos prefieren conectarse a internet.
Katmandú

Todo me resulta insoportable: el calor, el polvo, el sucio, la gente me parece falsa y vanidosa. Por primera vez en un viaje, encuentro que quiero irme. La frustración de no haber culminado el camino me atormenta.