Traveller History

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viernes, 2 de julio de 2021

Camihno Portugués

Si sacamos cuentas, sumamos y restamos, las matemáticas no nos dan, la conclusión es que los años de la pandemia nos restaron vida y esa batalla tenemos que ganarla a toda costa.

Desde el 16 de junio, venimos guerreando, porque a esto no se le puede llamar de otra manera, o bueno, mejor: venimos sufriendo.

Hay que ver que somos masoquistas, plantearnos cruzar una frontera, en papel 270 km sonaban fácil, total, hay que recuperar el tiempo, hay que demostrarle al mundo que podemos, hay que sufrir para que otros nos vean como referente, tenemos que sacrificarnos por aquellos que no pueden viajar. Qué montón de tonterías, si me preguntan a mí, solo basta vivir tranquilamente, disfrutar de las pequeñas cosas, no molestar. Yo necesité sufrir durante 10 días para entender esto.


Comenzamos


El primer día, se avecinaba tormentoso, no, en serio, mucha, mucha lluvia, pero nada podía desafiar nuestros corazones guerreros, habíamos entrenado, nos compramos las mejores mochilas, los mejores zapatos. Éramos nueve contra la naturaleza y nos vimos superiores, que canallas fuimos al querer desafiar al universo.

Después de los primeros 28 km, nos dimos cuenta que capaz, nuestra planificación y ánimos no eran suficientes. Empezaron las plantas de los pies a arder, a quemarnos como fuego, un pequeño roce hizo que una uña entera se desprendiera fácilmente de un dedo. Llegamos a pensar que cada kilometro extra era una pequeña tortura, que cada hora de sueño era preciosa y preciada.

Nos vimos perdidos en un país tan cercano y a la vez tan lejano, a escuchar el portugués y responder en castellano, como si fuese cosa casual, al final, unos 6 km hasta el hotel nos parecían imposibles, decidimos pedir que nos llevara un desconocido y es que eso hace el cansancio, te cierra la mente, no te hace estudiar los peligros, al final, nos daba todo igual.

Sin embargo, salimos ganando, dos señoras se ofrecieron a llevarnos, no nos lo creíamos, estábamos cerca de salir de este embrollo. En el camino, el dolor parece eterno, pero en cuando tienes una victoria, por más pequeña que sea, te hace olvidar todo lo demás.

Como buenos penitentes, al día siguiente nos levantamos para continuar con nuestra odisea, al final decidimos pensar en ganar una batalla diaria, de a 20 y pico km diarios, después pensaríamos en los 270 restantes, en esa guerra que parecía infinita. Empezamos a agradecer los descansos para el café de media mañana, a la lluvia suave en vez de los aguaceros que nos llenaban los zapatos de agua, que hacían cada paso más pesado. Empezamos a agradecer cada rayo de sol.


La manada



Cada mañana esos nueve zombies, esas nueve piezas individuales, sin saberlo, nos convertimos en unidad. Cada dolor individual se volvía parte del equipo. Ya nos entendíamos sin utilizar palabras, cada caminante que se alejaba de la manada era porque necesitaba su tiempo de meditación, su momento de privacidad para soltar una lagrimita, sollozar un poco, permitirse un momento de debilidad, solo uno, unos minutos para reflexionar sobre lo que perdimos, lo que vivimos, lo que dejamos de vivir, a quien dejamos de abrazar en estos años tumultuosos. A quién, a pesar de la distancia, recordamos cada minuto, a quién cargamos en nuestras mochilas, a quienes no podíamos dejar mal, a quienes dedicarles o dedicarnos cada atardecer.

Cada ampolla, dolor de espalda o de cadera, ya no era un dolor individual, lo llevábamos todos, nos convertimos en unidad, estábamos dispuestos a cargar la mochila de los demás a sacrificar lo que fuera por llegar juntos a la meta. Ser débil no era una opción, retirarse no estaba en los planes, cuando el dolor era ya tan profundo, guerreábamos como una fortaleza inquebrantable. Con solo mirarnos fijamente a los ojos, sabíamos que algo no andaba bien y ahí solo bajábamos el ritmo y acompañábamos al compañero en su dolor, sin palabras, solo gestos. No nos era desagradable curar o masajear unos pies cansados y se sentía sincero el abrazo y el hombro para llorar que ofrecía alguna de estas piezas rotas.

Somos invencibles



Como en este viaje, lo impredecible era la regla, ocurrió la peor de la predicciones, un soldado perdió la paciencia, esos dolores que bloquean nos invadió, y a mitad de camino, el dolor era tan fuerte que era necesario parar, un consejo sabio de la directiva de este grupo. Había que parar y consultar a un experto, era mejor dar por perdida una batalla que la guerra.

Por suerte, ninguno de nuestros miedos se materializaron, un trombo, un esguince, no era nada de eso, solo exceso de peso, de cansancio, de penurias y al final, este diagnóstico nos pareció mejor. Descanso era el medicamento, pero como la insolencia y rebeldía es parte del espíritu del equipo, decidimos ignorar toda recomendación y utilizar cualquier tipo de analgésico para hacer dormir a nuestro cuerpo, para ignorarlo y así conseguir la victoria a toda costa.


La bendita bicicleta



No nos bastaba con cansar el cuerpo con caminatas eternas y por eso, decidimos tomar la bicicleta, 50 km nos parecían poco, creyéndonos invencibles, tomamos velocidad, decíamos: ¨este recorrido lo hacemos rápido, enfocados llegaremos en poco tiempo.¨ Al final, no calculamos mi torpeza al volante, un frenazo hizo que volara, dejándome varias heridas, otra visita al hospital, un pensamiento destructivo me decía que capaz no estaba hecha para esto del deporte. Pero lo que más me martillaba la cabeza era que mi equipo, esa unidad perfecta, ese pedazo de guerreras y guerreros, fuese a detenerse, a no llegar a la meta por mi culpa.

Unas curas dolorosas zanjaron la aparatosa caída, el ego, el orgullo, la terquedad pudo más, no me iba a perder otro recorrido, ¨qué iba a hacer en el próximo pueblo yo sola.¨ Con todo el miedo que se puede tener después de sufrir una caída en bicicleta, me monté otra vez en ella. Con las piernas temblorosas, con miedo a caerme, con miedo a perder, pero al final dije: Liss, está cerca, no va a dejar que me pase nada, Nat y Ana también tienen miedo y lo están haciendo. Jose y Luis son expertos y nos han liderado hasta aquí y dentro de todo estamos sanos y salvos. El doctor, siempre nos va a proteger de eso no se puede dudar.

Al final, no hay nada que temer.

Al final, si te caes, te vuelves a levantar como lo han hecho todos.

Al final no estamos solos.

Aquí nadie se rinde.

Los últimos kilómetros


El problema con las derrotas continuas, es que te arrugan el corazón, te perforan la voluntad. A mitad de recorrido nos olvidamos de nuestro propósito. Nuestros pies iban solos, por inercia, solo queríamos llegar a la meta, no pensábamos en más, caminábamos apurados, como sin rumbo.

El tema con acercarse a la meta es que, la ilusión del premio, el ver finalizada esta tortura, te entumece los dolores del cuerpo y de la mente. Justo al final, nos dimos cuenta que no estábamos solos, ahí nos esperaban para darnos ánimos, las personas que nos veían como referente, desconocidos y conocidos que nos daban ánimos. Con esa dosis de esperanza, logramos arrastrarnos hasta la entrada de Santiago, hasta esa mítica catedral a la que muchos quieren llegar para borrar sus penas a punta de sacrificio.

El resultado


Me parece insólito decir que cruzamos una frontera, que fuimos desde Oporto hasta Santiago, en bicicleta, a pie y un trayecto en taxi, ahora escribiendo esto en la comodidad de mi casa, no me lo creo, no lo veo viable. Pero sí, se hizo y al final, las matemáticas sí sumaron, más bien, nos multiplicaron la voluntad, nos hicieron valientes y la conclusión de todo esto es que podemos con todo, que al final, cuando vengan otras pandemias, cuando tengamos que empezar de cero como tantas veces, nos sabremos fuertes, seremos capaces de levantarnos, llevaremos la frente en alto y volveremos a caminar, lento, pero seguros de que podemos lograrlo todo.

Yo solo puedo resumir lo vivido en esto: tantas cosas que pasaron, unas cuantas que recordaremos, otras tantas que ya olvidamos y solo de algunas aprenderemos.