Traveller History

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miércoles, 27 de junio de 2018

Salvador de Bahía

Las playas de Ipanema

Es el día de irse de Río de Janeiro y confieso que siento tristeza, extrañaré la abundante vegetación que adorna cada esquina del lugar, comprar comida tradicional de Brasil a la señora que estaba en la esquina del hotel Copacabana, encontrarme a Luis Carlos, el artesano y ayudarlo a montar su tienda ambulante mientras hablábamos de la vida. 

Conversar con cualquier Carioca (gentilicio para referirse a los habitantes de Río de Janeiro), de Lula, de su programa contra la pobreza y de Venezuela. Pero sobre todo, reafirmar que los Sudamericanos somos hermanos. 

Sin embargo, hay que seguir, movernos es lo único que nos enseña a crecer. 

Cómo todos los días, el tiempo se va muy rápido. Compramos el pasaje a última hora, empiezo a hacer maletas, mientras pienso en lo diferente que soy hoy de quien fui hace unos años, en menos de 20 minutos recojo todo y lo meto en una mochila pequeña donde guardo solo lo que necesito, ni más ni menos. 

Nos vamos al aeropuerto con el nerviosismo y la emoción que produce todo lo nuevo, sin saber exactamente qué nos vamos a encontrar en Salvador, una ciudad en el estado de Bahía en Brasil. 

Llegamos sin mayor eventualidad, mas que una revisión extra que la policía le hace a Dani, cuestión que para mi amigo se ha vuelto costumbre por su pelo afro, su barba y la forma de su cara que sugiere una descendencia de algún país árabe. Me resulta curioso, ya que él tiene un árbol genealógico bastante variado: sus abuelos son de origen europeo que emigraron a Latinoamérica hace muchos años y dieron como fruto una mezcla entre razas que lo hacen un ciudadano del mundo, sin embargo, esto no se toma en cuenta al estudiar sus rasgos, en este caso los estereotipos nos hacen ciegos a cualquier posibilidad de convivencia serena. 

Edificio en el centro de Salvador
Al llegar al edificio de Airbnb nos sorprendemos un poco, el lugar es un apartamento bastante lujoso, pero al lado y esto quiero aclararlo, JUSTO AL LADO, hay una favela, zonas en donde viven personas de bajos recursos. Hablo que desde cada venta se puede ver exactamente lo que hacen nuestros vecinos y viceversa, es una realidad un poco impresionante, ¿cómo es que algunos países de América del Sur son tan propensos a la desigualdad social? ¿Cómo es que unos tienen demasiado y otros tan poco? Me revuelve la conciencia y me hace sufrir. 

Al día siguiente, me despierto temprano y me comprometo a buscar un tour que nos lleve a varias islas de las que nos hablaron en Río de Janeiro. Camino por el nuevo vecindario, intentando captar cada olor, color y sensación. Tengo la dicha de pasear por un malecón, tomo un desvío para asomarme a la playa, meter mis pies en el agua y sentir la brisa que llega desde el Atlántico hasta mis mejillas.

Llegada a la Isla Dos Frailes
Me muevo rápido, conozco a Cris y concreto un encuentro a las 7 am para visitar dos islas cercanas a Salvador.

Por la noche conocemos a unos brasileños que nos llevan a una fiesta de Forró, un baile original de la región de Bahía, su nombre viene porque los Estadounidenses decían que esta danza era “For All”, y así se quedó, fonéticamente lleva el legado de Estados Unidos, pero del brasileño tiene su escritura y el sabrosón latino. 

A pesar del pronóstico, lloverá todo el fin de semana, nos lanzamos a conocer. Nos montamos en un barco en el que escuchamos música local y cantamos con energía. 

Llegamos a la isla Dos Frailes con un sol precioso, veo que por una esquina se puede ir a una zona desolada. Voy decidida a encaramarme en todas las rocas con tal de tomar la mejor foto del mar chocando con las rocas. Sin embargo, en el camino pierdo el equilibrio y me doy un golpe fuerte en el brazo, un morado enorme en la pierna izquierda me deja otro recuerdo del lugar. Debido a la caótica entrada, Dani me dice que hasta aquí, que volvamos con el resto del grupo. Yo un poco terca, lo digo que no, que lleguemos hasta la punta, pero que va, nadie le quita la cara de susto que tiene al verme el brazo con un raspón y un poco de sangre.
Isla Dos Frailes, me hago las heridas en estas rocas de la playa

La ida a Itaparica, la segunda isla de este trayecto, empieza con un barco movidísimo, llueve a cántaros, nadie sale seco de este paseo. Inclusive con la lluvia torrencial, este lugar nos sorprende con su marea baja, podrías caminar kilómetros dentro del mar y el agua solo te llegaría hasta las rodillas. 

Empieza a anochecer más pronto de lo pensado, con lo cual nos toca volver. El regreso es igual de tormentoso que la ida a Itaparica, muchísima lluvia y movimiento, aguantamos callados pero los dos sabemos que estamos desesperados por tocar tierra firme. 

El centro de Salvador, en la punta de este edificio
se puede ver cómo la vegetación
ha empezado a crecer
El centro de Salvador, está lleno de casas de colores, edificios antiguos que están apunto de caerse a pedazos, es tanta la falta de mantenimiento que a algunos les están saliendo árboles. Sin embargo, la sensación que me produce es entre tristeza y enamoramiento, hay una belleza que no puedo comprender. 


Peloriho, resulta un lugar fascinante, diferente, colorido y hermoso entre su decadencia, lo que nos disgusta es que ninguno de los dos se siente lo suficientemente valiente como para sacar la cámara. Nos envuelve una sensación de inseguridad que nos molesta, decidimos caminar con cautela, escuchamos a lo lejos algo de música y sin pensarlo vamos hacia ello, llegamos a una especie de plaza donde había un señor probando sonido, nos sentamos en un bar cercano a esperar que comience el show. 

Empieza a llover como si no hubiese un mañana, un hombre con 12 dedos nos pregunta qué queremos tomar, pedimos unas cervezas, mientras conversamos de cosas trascendentales, yo disimuladamente me quedo perpleja con las manos del dueño del local, mientras que Dani, por respeto, me comenta que él no las mirará.

Por la noche nos encontramos con Víctor y una viajera llamada Irina Lange, de aspecto alemán, con cultura de Singapur que detrás trae dos viajes de meses por Sur América, increíblemente culta. Hablando español con acento mexicano, al minuto conectamos por nuestros gustos vegetarianos. Al instante me invita a Lençóis, un pueblo en donde hay un parque para hacer trekking y de inmediato le digo que sí. 
Irina y yo, en la primera parada de
nuestro viaje en autobús

7 largas horas de viaje nos dejan en un pueblo sumamente pequeño. Con nuestras mochilas subimos una colina bastante empinada buscando un hostal, sin aliento le preguntamos a unos niños dónde queda Casa Luna, pasamos por unas favelas nada bonitas, que nos hacen correr en la dirección contraria. Llegamos a otra posada y Pedro, se encarga de subir corriendo y avisarle a la dueña que hay dos turistas cazando habitación. Nos quedamos aquí y Pedro nos ayuda a meter la contraseña del wifi, mientras que la casera deja de lavar las sábanas en la batea para darnos una habitación en donde la única ventana es un hueco con un trozo de tela como cortina.

Nos ponemos los zapatos y empezamos a caminar por el parque Chapada, de entrada encontramos una cascada preciosa, pasamos por unas rocas de colores entre naranja, rosado y marrón. Entre una selva que pasa de tierra a una arena densa en donde te cuesta moverte. Llegamos al punto más lejano de nuestro recorrido en donde el cielo se presenta ante nosotras con un degradé entre azules y naranjas. 
Parque Chapada

Estamos en lo más lejano del parque, esto nos llevó dos horas, ahora toca regresar y ya no hay luz. Nos asustamos un poco, pero decididas avanzamos con nuestro mapa. Aparece un brasileño del sur, que habla español con acento chileno y decide ayudarnos a bajar, sin antes regañarnos por ser tan descuidadas. Llegamos otra vez al centro, buscamos un sitio de comida vegetariana, me como unos ñoquis con salsa “boloñesa” de lentejas, DELICIOSO. Nos vamos a dormir, en una habitación fría, no sabía que por la noche y al estar cerca de la selva en un “invierno brasileño” se iba a tener que cubrir uno con una buena cobija. 

Madrugamos a las 6 am para conocer más del parque. Por dos reales me tomo el café más azucarado que he probado hasta ahora en un puestico de la calle. Empezamos nuestro recorrido Irina, dos perritos que nos acompañan en todo el trayecto y yo. Cruzamos un trozo de selva brasileña para llegar a dos cascadas preciosas de agua fría y yo no puedo creer que me encuentre en este lugar tan hermoso. ¿Qué hice tan bueno para ser testigo del poder de la naturaleza? ¿Cómo puede ser que esté respirando este aire limpio producto de los microclimas? 
Parque Chapada y sus ríos de color marrón

Irina se pregunta lo mismo, hablamos del karma, de que nada es coincidencia, que todo lo que somos es producto de cosas que nos tocaban vivir. Me despido de ella con un abrazo fuerte, con la promesa sincera de vernos en Europa y me entra un poco de nostalgia, quisiera seguir hablando con esta nueva amiga que en dos días me ha enseñado más que una semana en Madrid. 

Sigo mi camino a Salvador y mientras les escribo en este autobús, hago pausas para observar las verdes praderas de Brasil, enamorada de su cielo azul, de sus atardeceres de arcoíris y con la seguridad, de que como en muchas ocasiones, después de este viaje no volveré a ser la misma.

miércoles, 20 de junio de 2018

Llegada a Río de Janeiro

Diversidad, transporte cultural entre la música, el lenguaje y la armonía entre razas, creo que esto es lo que definiría mi experiencia en Río de Janeiro. No puedo explicarles en palabras lo que he vivido en estos días pero, de todos modos, lo intentaré.

Este viaje no ha implicado comodidades de lujo, primero, me estoy quedando en un pequeño apartamento en el centro de Copacabana, que no tiene muchas cosas. En un edificio con tantas casa que la entrada al sitio parece la del metro de la cantidad de personas que están entrando y saliendo a todo momento. El ascensor es bastante antiguo, los pasillos son largos y oscuros. La salida es directa a una avenida principal. 

Estoy hospedada a 3 cuadras de las playas de Copacabana. En cada esquina hay buhoneros vendiendo frutas de todos los colores y comida típica de la Brasil como: las tapiocas, los helados de açaí y el maíz caliente. El mango nunca me había sabido tan bien. El coco frío y su carne blanca me la como mientras paseo por el Lagoa de Río de Janeiro con el Cristo Redentor adornando el paisaje o si volteo en la otra dirección está el Pao de azuçar, son paisajes hermosos que me dejan con la boca abierta y me hace pensar que estoy en una postal. 

Pero sin duda, lo que más me ha cautivado de esta ciudad, con características tan propias de Latinoamérica (la amabilidad y el espíritu fiestero), ha sido la gente. ¡Dios! Son todos tan preciosos, tan orgullos de sus colores, de las formas de sus cuerpos, del estilo de sus cabellos. Hay todo tipo de piel, desde los más oscuros, pasando por los marrones en todas sus escalas, hasta unos blancos pálidos con cabellos rojos. Los afros de todas formas y tamaños. 

Brasileños cálidos, llenos de carisma que no piensan dos veces en sacarte a bailar y enseñarte los movimientos de zamba más difíciles, siempre con la respuesta: “vas bien pero el secreto es practicar mucho, mucho”. Tienes que practicar, una orden que en portugués parece un piropo. 

Me sentí en una película cuando el día que llegamos nos tomamos unas cervezas en las escaleras de Lapa, llenas de color, conversamos con un australiano que llegó al campo base del Himalaya, una Victoria orgullosa de decirle a todos los Cariocas que ella es una Paulista (nació en Sao Paulo) y que sólo estaba en Río por temas laborales. Una Uruguaya artesana, con ojos azules, cabello tan rubio que parece pintado, sabía del alemán y el portugués. 

Después de esas cervecitas, caminamos por Lapa, entre calles abarrotadas de gente, local y extranjera, unos de paso y otros que una vez que llegaron a Río decidieron quedarse para siempre. 

Las paredes llenas de graffitis muy coloridos, cables de la luz enredados en un solo poste, aceras tan pequeñas que toca caminar por la calle y evitar los carros, cruzando a la carrera por semáforos que no funcionan desde hace tiempo. 

Después de ese paseo, llegamos a un local con una barra, dos mesas como mucho y un grupo de música compuesto por 4 mujeres y un hombre encargado de la guitarra, todos sincronizados, tocando zamba como si lo que estuviesen haciendo fuese cosa cotidiana. La voz de esta banda increíble, la hace una señora, un poco pasadita en años que pone a la gente a bailar sin ningún esfuerzo. Yo ya estoy hipnotizada, creo que estoy en un sueño. De repente empiezo a bailar con el ritmo de la salsa porque es lo que entienden mis pies. Cuando un moreno alto, con rasgos finos y uno de los “amigos” que íbamos haciendo cuando caminamos por Lapa, me dice: así no se baila esta música, y empieza: pie derecho, pie izquierdo, hombro y hombro. Y luego digo en mi cabeza, quien me imaginaría aprendiendo a bailar con un Carioca en lo más característico de Río. Después de esta dosis de regalos brasileños, no puedo más que acercarme a la gran señora cantante y decirle en un portugués pobre de pronunciación: yo adoré tú música, obrigada. Mientras que ella me toma las manos y les da un beso, para luego decirme: de nada, linda.

Vista desde el Lagoa de Rodrigo de Freitas
Al día siguiente, nos levantamos temprano y encontramos la avenida Atlántico cerrada, en la esquina hay un señor alquilando bicicletas y no lo pensamos dos veces para pedirle una. Nos dice: llévensela y cuando vuelvan me pagan, sin dejarle ninguna información de contacto. Nos sentimos dichosos, el hombre nos anima a irnos yo en bici y Dani en patineta, desde Copacabana hasta las playas de Ipanema, dos horas que nos parecen 5 min. 

Un mensaje de whatsapp nos avisa que en la Praia Vermelha hay un concierto de jazz gratis, tomamos un taxi y llegamos justo antes de que empiece. Nos sentamos en el suelo de piedra, tan característico de cada zona, cada lugar sigue un patrón diferente. Empiezan estos artistas a tocar, la gente está eufórica. El grupo de música pierde la atención de los fanáticos cuando aparece la luna, y ya no hay más nada que hacer, la naturaleza nos cautiva y decidimos mudarnos a la arena, vemos cómo la luna lentamente se refleja en el mar creando una sola estela de luz, se nos vuelve a ir el tiempo hablando con Vera (o Magali, su nombre occidental) que es de China y con Victoria, la Paulista, entre un inglés roto, un portugués a medias y varias palabras en español. Sólo hablamos de los lugares que queremos visitar, en donde hemos vivido y qué hemos visitado. 

Praia Vermelha
Otro día en Río de Janeiro y ya las calles se me hacen parecidas, me voy para la avenida de Copacabana, simplemente me llevo un pañuelo que utilizo como pareo, ya soy parte de ese conjunto de personas que andan en traje de baño todo el día. Me siento en la arena y me distraigo observando las caras de las personas que caminan frente a mí. Camino hasta el final de la playa y me encuentro con un muelle de pescadores, justo al frente veo el sol escondiéndose detrás de las montañas Dos Hermanos, y pienso, esto tiene que ser mentira, no creo que pueda ser tan dichosa. 

Por la noche nos encontramos con Alice, la Uruguaya que está haciendo un viaje por Sudamérica vendiendo artesanías, un alma libre, de origen alemán pero corazón latino. Decidimos caminar por el paseo de Copacabana con sus suelos pintados de ondas negras y blancas. Paramos la caminata en el puestico de Mauricio, un buhonero brasileño que deja que escuchemos salsa y nos pide que le enseñemos a bailar, en medio de la avenida atestada de carros por un lado y por el otro el mar Atlántico adornando el ritmo con el sonido de las olas y el olor a salado. La gente que pasa graba vídeos de nosotros moviendo las caderas al compás de “Trampolín de tu amor mujer ingrata”.

Nunca había disfrutado una fiesta como ésta. En zapatos converse, descansando en sillas de plástico, un vasito con cachaça, limón y hielo. ¡Qué barato sale estar contento! 

Se acerca Luis Carlos, un artesano salido de Venezuela en el 2013, un hombre viajado por muchos países, dice que han sido solo 14, pero por sus historia, me parece que lleva dos vidas de aprendizaje. Me cautiva con sus cuentos y le pido más historias. Entre cuento y cuento, mientras espera que alguien le compre una pulsera, se pone a hacernos a Alice y a mí un anillo de alambre, el más bonito que he visto jamás. Se nos hace tarde otra vez. El reloj dice que son las 4 am, caminamos hasta el apartamento y no puedo creer todo lo que he aprendido en una noche en Río.

Al día siguiente volvemos a la bici y luego a la playa, esta vez de Ipanema. Conocemos a una finlandesa que tiene como última parada de su viaje por Latinoamérica, las playas de Río. Una inglesa de piel oscura, con pelo verde y muy habladora, con la que hago click desde el primer hola, me dice a los lugares a donde ha viajado, me comenta que en cada uno de ellos, siempre decía: ¡Ah!, pero Río es mejor. Y se le llenan los ojos de lágrimas cuando me explica cómo son las navidades en esta ciudad diversa, contenta y emocionante. ¡Así es este lugar, cálido, emocionante y deslumbrante!



Vista desde el Pan de Azúcar




lunes, 11 de junio de 2018

De vuelta a América del Sur

Empieza el viaje, una chiquitica en medio de altos alemanes, una ventaja cuando viajas en un avión tan pequeño y abarrotado de gente, al mejor estilo del autobús pero en el aire. 

Al sentarte las rodillas casi te quedan en el pecho, las innumerables escalas y la terrible atención, ese es el precio de viajar con mochila y cazando pasajes económicos. Las dos horas de viaje las pierdo en imaginar cómo puedo crear un túnel por el Atlántico en el que se viaje tipo tren para obviar el avión que tan poquito me gusta. 

El viaje realmente inicia cuando llego a Alemania, un aeropuerto que en mi opinión parece una ciudad futurista, enorme sin ser abrumador, es como un centro comercial grandísimo. La gente se mueve como en una capital, rápido y sin prestar mucha atención a lo que ocurre a su alrededor, y sin embargo para mí resulta sorprendente lo que para ellos es pura rutina.

Llego a la puerta de embarque, todos estamos  tranquilos, mentalizándonos para las 11 horas de vuelo. Pero los susurros me distraen, cuando me doy cuenta, en la esquina del bar y escondiéndose de los fanáticos, está Ronaldinho. Siento emoción, no puedo creer que esté viendo a este jugador. Le tomo una foto desde la distancia, pero luego no puedo evitar pensar que si no me acerco, voy a arrepentirme, así que voy y me tomo una foto de esas que hacen los fanáticos más enfermos. 

Lo más chistoso es explicarle a un grupo de asiáticos quién era entre un inglés a medias palabras, mezclado con español y lenguaje de señas. Al final de la conversación, agachan la cabeza para decirme gracias y nos reímos juntos por este futbolista que nos hizo conversar. Luego, antes de entrar al avión y de reojo, vuelvo la mirada y veo a mis cómplices asiáticos, haciendo la misma tontería que hice yo hace unos minutos: Una foto por favor, muy rápido.

Me instalo en mi puesto, una ventana, y al lado mi compañera de viaje se voltea y con amabilidad me dice: bonne viaje, en un portugués que parece poesía. 

Y yo, en mi español le digo: buen viaje para ti también. Pero no puedo volver a mi pantalla sin preguntarle qué me recomienda que vea en Río de Janeiro. Empieza a contarme todas las cosas bellas que tiene Brasil, me hace una lista detallada, hablamos de política, de seguridad, de Europa, ella de sus nietos, yo de mis sobrinos, de Miami. Pasan los minutos y no nos percatamos que un hilo invisible nos une a través del mismo nombre y de nuestro origen sudamericano. 

Nos vence el sueño, nos despedimos por unas horas y luego siento la cabeza cansada, acabo de hablar con María, ella en portugués y yo en español, en perfecta sincronía, un juego de palabras que me hace entender que viajar no es sólo ir de un lugar a otro, sino tener el valor de establecer una conexión con alguien ajeno a ti y a tu entorno.