Este viaje no ha implicado comodidades de lujo, primero, me estoy quedando en un pequeño apartamento en el centro de Copacabana, que no tiene muchas cosas. En un edificio con tantas casa que la entrada al sitio parece la del metro de la cantidad de personas que están entrando y saliendo a todo momento. El ascensor es bastante antiguo, los pasillos son largos y oscuros. La salida es directa a una avenida principal.
Estoy hospedada a 3 cuadras de las playas de Copacabana. En cada esquina hay buhoneros vendiendo frutas de todos los colores y comida típica de la Brasil como: las tapiocas, los helados de açaí y el maíz caliente. El mango nunca me había sabido tan bien. El coco frío y su carne blanca me la como mientras paseo por el Lagoa de Río de Janeiro con el Cristo Redentor adornando el paisaje o si volteo en la otra dirección está el Pao de azuçar, son paisajes hermosos que me dejan con la boca abierta y me hace pensar que estoy en una postal.
Pero sin duda, lo que más me ha cautivado de esta ciudad, con características tan propias de Latinoamérica (la amabilidad y el espíritu fiestero), ha sido la gente. ¡Dios! Son todos tan preciosos, tan orgullos de sus colores, de las formas de sus cuerpos, del estilo de sus cabellos. Hay todo tipo de piel, desde los más oscuros, pasando por los marrones en todas sus escalas, hasta unos blancos pálidos con cabellos rojos. Los afros de todas formas y tamaños.
Brasileños cálidos, llenos de carisma que no piensan dos veces en sacarte a bailar y enseñarte los movimientos de zamba más difíciles, siempre con la respuesta: “vas bien pero el secreto es practicar mucho, mucho”. Tienes que practicar, una orden que en portugués parece un piropo.
Me sentí en una película cuando el día que llegamos nos tomamos unas cervezas en las escaleras de Lapa, llenas de color, conversamos con un australiano que llegó al campo base del Himalaya, una Victoria orgullosa de decirle a todos los Cariocas que ella es una Paulista (nació en Sao Paulo) y que sólo estaba en Río por temas laborales. Una Uruguaya artesana, con ojos azules, cabello tan rubio que parece pintado, sabía del alemán y el portugués.
Después de esas cervecitas, caminamos por Lapa, entre calles abarrotadas de gente, local y extranjera, unos de paso y otros que una vez que llegaron a Río decidieron quedarse para siempre.
Las paredes llenas de graffitis muy coloridos, cables de la luz enredados en un solo poste, aceras tan pequeñas que toca caminar por la calle y evitar los carros, cruzando a la carrera por semáforos que no funcionan desde hace tiempo.
Después de ese paseo, llegamos a un local con una barra, dos mesas como mucho y un grupo de música compuesto por 4 mujeres y un hombre encargado de la guitarra, todos sincronizados, tocando zamba como si lo que estuviesen haciendo fuese cosa cotidiana. La voz de esta banda increíble, la hace una señora, un poco pasadita en años que pone a la gente a bailar sin ningún esfuerzo. Yo ya estoy hipnotizada, creo que estoy en un sueño. De repente empiezo a bailar con el ritmo de la salsa porque es lo que entienden mis pies. Cuando un moreno alto, con rasgos finos y uno de los “amigos” que íbamos haciendo cuando caminamos por Lapa, me dice: así no se baila esta música, y empieza: pie derecho, pie izquierdo, hombro y hombro. Y luego digo en mi cabeza, quien me imaginaría aprendiendo a bailar con un Carioca en lo más característico de Río. Después de esta dosis de regalos brasileños, no puedo más que acercarme a la gran señora cantante y decirle en un portugués pobre de pronunciación: yo adoré tú música, obrigada. Mientras que ella me toma las manos y les da un beso, para luego decirme: de nada, linda.
Vista desde el Lagoa de Rodrigo de Freitas |
Un mensaje de whatsapp nos avisa que en la Praia Vermelha hay un concierto de jazz gratis, tomamos un taxi y llegamos justo antes de que empiece. Nos sentamos en el suelo de piedra, tan característico de cada zona, cada lugar sigue un patrón diferente. Empiezan estos artistas a tocar, la gente está eufórica. El grupo de música pierde la atención de los fanáticos cuando aparece la luna, y ya no hay más nada que hacer, la naturaleza nos cautiva y decidimos mudarnos a la arena, vemos cómo la luna lentamente se refleja en el mar creando una sola estela de luz, se nos vuelve a ir el tiempo hablando con Vera (o Magali, su nombre occidental) que es de China y con Victoria, la Paulista, entre un inglés roto, un portugués a medias y varias palabras en español. Sólo hablamos de los lugares que queremos visitar, en donde hemos vivido y qué hemos visitado.
Praia Vermelha |
Por la noche nos encontramos con Alice, la Uruguaya que está haciendo un viaje por Sudamérica vendiendo artesanías, un alma libre, de origen alemán pero corazón latino. Decidimos caminar por el paseo de Copacabana con sus suelos pintados de ondas negras y blancas. Paramos la caminata en el puestico de Mauricio, un buhonero brasileño que deja que escuchemos salsa y nos pide que le enseñemos a bailar, en medio de la avenida atestada de carros por un lado y por el otro el mar Atlántico adornando el ritmo con el sonido de las olas y el olor a salado. La gente que pasa graba vídeos de nosotros moviendo las caderas al compás de “Trampolín de tu amor mujer ingrata”.
Nunca había disfrutado una fiesta como ésta. En zapatos converse, descansando en sillas de plástico, un vasito con cachaça, limón y hielo. ¡Qué barato sale estar contento!
Se acerca Luis Carlos, un artesano salido de Venezuela en el 2013, un hombre viajado por muchos países, dice que han sido solo 14, pero por sus historia, me parece que lleva dos vidas de aprendizaje. Me cautiva con sus cuentos y le pido más historias. Entre cuento y cuento, mientras espera que alguien le compre una pulsera, se pone a hacernos a Alice y a mí un anillo de alambre, el más bonito que he visto jamás. Se nos hace tarde otra vez. El reloj dice que son las 4 am, caminamos hasta el apartamento y no puedo creer todo lo que he aprendido en una noche en Río.
Al día siguiente volvemos a la bici y luego a la playa, esta vez de Ipanema. Conocemos a una finlandesa que tiene como última parada de su viaje por Latinoamérica, las playas de Río. Una inglesa de piel oscura, con pelo verde y muy habladora, con la que hago click desde el primer hola, me dice a los lugares a donde ha viajado, me comenta que en cada uno de ellos, siempre decía: ¡Ah!, pero Río es mejor. Y se le llenan los ojos de lágrimas cuando me explica cómo son las navidades en esta ciudad diversa, contenta y emocionante. ¡Así es este lugar, cálido, emocionante y deslumbrante!
Vista desde el Pan de Azúcar |
Hermana, en una palabra ¡fascinante!, leerte es como si me subiera a un transbordador y lo viviera, me encanta volver a leer en tu blog, sabes que soy tu fan. Le pido a Dios que siga dandote viajes y experiencias magicas
ResponderEliminarMuchas gracias hermana bella. Yo espero viajar juntas y maravillarnos de este mundo.
EliminarGracias Coco. Disfruté y viví tu experiencia. Hay que iré a Río!
ResponderEliminarGracias Tía adorada, sin ti no lo hubiese terminado. Un abrazo
EliminarCoco!! Está estupendo el relato !! Me encantaría conocer a esa mejor lugar del mundo ��������������
ResponderEliminarGracias mi Negri, tengo que ponerme a contar nuestros viajes.
EliminarMi Cocó avebturera!!
EliminarQue gesto hermoso es tu compartir tus viajes, con el sabor de lo que te cauitiva de cada lugar. Estas imágenes son tuyas? Están espectaculates, sigue viajando y encontrando al curiosear el planeta. Gracias!